No te equivoques, amor; este ha sido el tiempo perdido.
El momento de agarrarse fuerte y esforzarse mucho y aun así, al final, verse obligado a dejarlo ir. De dedos apretados y agarrotados de lo que esperabas sostener durante tanto tiempo.
Ha sido el momento de caer. El tiempo confuso, perdido y roto. La piel que no le queda bien y que ruega que el tiempo la despoje. Las rótulas magulladas por el tiempo de oración. El tiempo del aullido que se eleva desde el centro de la tierra y suplica, «No más. Ahora no. Por favor no mas.»
Los finales te llegaron poco a poco.
Alejándose centímetro a centímetro imperceptible. Hasta que de repente te diste cuenta de que la mano que habías sostenido durante años se había escapado de la tuya y ahora te encontrabas atravesando un abismo de implacable vacío.
Y vinieron de repente.
Duro y rápido, de modo que allí estabas, sin previo aviso, acurrucado en posición fetal sobre la áspera alfombra del piso de una habitación de hotel desconocida, con delineador de ojos negro manchado en tu rostro y un océano de lágrimas de toda la vida siendo arrancado como las mareas de tu corazón destruido. .
Sabías que vendría.
Recogiste las banderas rojas y las guardaste en un rincón, escondidas detrás de montones de libros garabateados con todas las historias que te contaste a ti mismo para poder seguir creyendo lo que desesperadamente necesitabas creer. De vez en cuando sacabas esas banderas y las contabas, ¿no? Como si por voluntad pudieras obligar a que su número disminuyera. No pudiste. Nunca podremos.
Foto de Anthony Tran en Unsplash
Y tú. No tenías idea.
Las anteojeras y las gafas color rosa son tu especialidad desde hace años. Tienes el armario lleno. Te mantuvieron tan a salvo. Pero ese último día no había nubes de tormenta ni ningún sistema de alerta temprana que le permitiera refugiarse. Sólo un tornado que llegó desde el este y arrasó hasta el último lugar que tocó. Hasta que después, solo estabas tú, parado en…